sábado, 5 de noviembre de 2011

Gaïa


Posó sus brazos suavemente en el alféizar de la ventana y se acomodó allí. Cerró los ojos y dejó que el viento revoloteara entre sus rizos, deshaciéndolos y volviéndolos a juntar. Abrió los ojos y contempló el horizonte, entremezclado con la bruma del mar. Estaba calmo ese día, a pesar de la intermitente llovizna. El mar estaba suave y pacífico, sin oleajes abruptos que interrumpieran su paz. El viento, sin embargo, no lo estaba. Podía verlo mientras iba y venía en remolinos, jugando y haciendo dibujitos en la arena. Intentó imaginar que escribía su nombre, pero le pareció que “Gaïa” era demasiado complicado para esa coincidencia. Y aun así el viento se arremolinaba y levantaba granos de arena, trazaba surcos y aplanaba elevaciones, y ahí estaba. Gaïa. Ella sabía que estaban hablándole a ella.
Alzó la vista al cielo y vislumbró las esponjosas nubes, blancas y grises, muy acumuladas en algunos sitios. Vio una a una caer las gotas de agua, esféricas y brillantes, contrastando con el mar opaco y brumoso. Ellas caían, suavemente, flotando, sin dirección alguna, libres. Libres de sentir el viento pasando a su alrededor y caer y caer, sin importar que en algún momento se estrellaran contra el suelo. Porque aunque la solidez fría del suelo interrumpiera su viaje, valía la pena mientras duraba. Y allá a lo lejos caían para reencontrarse con otras gotas de agua, donde ya no importaba demasiado dónde estaba una y no la otra, porque eran todas una sola y estaban en paz.
Gaïa volvió a cerrar los ojos y sintió nuevamente el viento en su rostro. Soñó que un centenar de mariposas multicolores venían a su encuentro y la sujetaban, mechón por mechón de su pelo. Y sentía que flotaba, y que se elevaba suavemente y al compás de los remolinos. Sintió las gotas de lluvia y un rayo de luz que se filtró entre las nubes. Sus pies se separaron del suelo y escuchó el rumor lejano del mar. Su nombre, otra vez. Ella quería ser como las gotas de lluvia, y estar en paz. Se elevó con las mariposas y sonrió de felicidad. Por primera vez sentía que una felicidad plena la embargaba. Y flotó y flotó. Y cayó. Pero aunque la solidez fría del suelo interrumpiera su viaje, valió la pena mientras duraba.

Rocío B. Foltran

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Season*



La fría brisa del invierno,
helado soplo de la tierra,
levantando las marchitas hojas,
sepultando cada flor caída.

El pálido sol se oculta,
las esponjosas nubes lo tapan.
Llora perlas el cielo,
blanquesino y dulce hielo.

Abrázame, frío polar.
Entumece mis sentidos.
No me dejes despertar,
llévame contigo.

Congela la sangre
fluyendo por mis venas.
Escarcha mis lágrimas,
condensa mi aliento.
Sumérgeme en tu blanca luz
y cúbreme con tu suave nieve.
Áspera piel sobre mis pómulos,
bésame con tus fríos labios.

La fría brisa del invierno
despacio levanta su tormenta.
El sol amanecido la echa...
primavera, por qué eres tan cruel?

R. B. Foltran

martes, 2 de noviembre de 2010

Quisiera ser la Luna



Quisiera ser la luna,
glotona, brillante, fiel.
Ojos de roja envidia.
Belleza que hiere y deslumbra.
Corazones humanos que cautivas,
Poetas que te nombran y elogian.
Dulce néctar de la noche.
Quisiera descansar en lo alto,
repartir haces de diamante,
vivir entre algodón de azúcar.

R. B. Foltran

viernes, 1 de octubre de 2010

Espejado


Un sollozo se ahoga en tu pecho. La angustia nada en aquellas lágrimas cristalinas que no paran de gotear desde tus ojos apagados. La respiración se entrecorta. La cabeza te da vueltas, las palabras se quiebran antes de separarse de tus labios. Un dolor agudo y punzante te desgarra por dentro. Como el hielo al desquebrajarse. Como una vasija se rompe al estrellarse contra el suelo, estallando en mil pedazos pequeños. Así te rompes por dentro. Tu corazón sangra. Sangra en una herida abierta brutalmente.
Tu mirada vacía y exhausta se encuentra en un espejo. Odias lo que ves. Tu rostro te devuelve una imagen sin color, nebulosa. Tus manos temblorosas acarician la arrugada piel debajo de tus ojos apagados. Sigue húmeda, puesto que las lágrimas no paran de caer. Y naufragas en las lágrimas, ahogándote y siendo revolcada continuamente por olas de sentimientos encontrados. Sentimientos a los que ya no les encuentras sentido. Sentimientos que se agolpan en un remolino y no dejan de girar, confundiendo aún más lo ya confuso. Tu pecho se contrae espasmódicamente con cada sollozo que no termina de proyectarse. Muere en la garganta, llenándote aún más de congoja. Congoja de la que no terminas de liberarte. Se aferra a ti, a tu corazón roto, a tu alma quebrada, a tu sangre hirviente bajo aquellos pómulos sonrosados.
Tus débiles dedos reposan sobre la fría superficie espejada. Absorben ese frío, lo asimilan, lo sienten en cada fibra. Quieres frío. Helada eterna. Quieres destruir aquella imagen que no para de recordarte lo que ya te destruye por dentro. Quieres que acabe. Ya estás descosida completamente, los retazos ya no se pueden remendar. Apoyas cada centímetro de su dolorida piel sobre el espejo, como si quisieras unirte con su reflejo.
Ya no estás. Del otro lado ya no te ves. Dejaste toda la agonía detrás de ti. Del otro lado hay paz. Y como Alicia del otro lado del espejo te adentras en otro mundo, esperando que aquel no sea tan cruel contigo.

R. B. Foltran

domingo, 19 de septiembre de 2010

Deseo


Mirada cansada.
Angustia retenida en una pupila.
Mar de proyecciones, deseos,
fracasos, decepciones.
Un subrepticio querer,
querer florecer como una rosa,
abrirse como una palma,
estirar las alas, dejarse
llevar por el viento.
Un querer que nunca
llega a la superficie.
Se ahoga en su mirada exhausta.
Naufraga en sus lágrimas secas.
Se extingue en sus ánimos caídos.
Y su muerte, sabor agrio,
amargo en la punta de la lengua.

R. B. Foltran

lunes, 6 de septiembre de 2010

La oscuridad y la luna



Duele, gotea, sangra,
el infame buscar lo que no hay,
lo que no existe, lo que se perdió.
El latente deseo de no ser,
de desaparecer, de escapar.

Brilla, lejana, radiante.
sonríe, boca de cristal,
pétalos al viento, mar plateado.
El desesperado intento de huir,
de unirse a ella, de terminar.

R.B. Foltran

lunes, 23 de agosto de 2010

Gotas


Gotea. Tu amor es como una aguja clavándose profundamente en el corazón. Gotea, sí, gotea la sangre. Va cayendo lentamente. El filo se separa de la carne y vuelve a entrar, como si no pudiera separarse permanentemente de ella. Como debería ser entre ambos… pero no, lo es entre la aguja y el corazón, acero y carne, unidos y destruyéndose el uno al otro. Gotea. La herida es cada vez más grande, más profunda… El dolor es intermitente, pero incesante. No, no acaba jamás. Sigue ahí, acompañando el desangrado. Qué carmín que es la sangre. Sanaría, es seguro que la herida sanaría, si el filo pudiera separarse de su compañera. Simbiótico. Casi.
Gotea. Arde. Arde como ácido, como fuego, quema, sube por las venas y llega hasta la punta de cada extremidad. El calor sube, baja, aumenta, disminuye, pero está ahí. Siempre está ahí. En un intento desesperado, la carne se separa del cuchillo y corre. Escapa, huye, esquiva, se esconde, sigue corriendo. Gotea en el camino. Pujante, atraviesa la niebla del olvido y del perdón. Pero del otro lado se detiene, choca. No hay paso, está obstruido. Pánico, se resbala y vuelve a caer. Como en un pozo oscuro y sin fondo. Y vuelve. Siempre vuelve. Espera ahí, a que caiga de nuevo en sus brazos, con una sonrisa triunfante y cegadora. Cada vez es más difícil. Mucho más difícil.
Pero la sangre continúa goteando… Algún día terminará, supongo. Cuando la aguja finalmente se separe del corazón, definitivamente. Y es en ese entonces cuando descansaré en paz. Cuando la sangre deje de gotear.

R. B. Foltran